Lee un fragmento

Una imponente limusina negra de la marca Lincoln se detuvo en la Gran Vía a la altura de la calle Montera. Una decena de prostitutas, extranjeras en su totalidad, se acercaron inmediatamente atraídas por el deslumbrante brillo del vehículo. Las lunas tintadas no permitían ver su interior, así que se quedaron en la acera haciendo monerías obscenas a los ocupantes que no veían. Entonces bajó el chófer y empezó a negociar con ellas.

−Chicas, mi jefe quiere una juerga especial esta noche.

−¿Una juerga, amor? A nosotras nos encantan las juergas, ¿verdad, chicas?

Las risas se extendieron entre las mujeres, animadas por lo que prometía ser un buen servicio.

−De acuerdo. Subid entonces al coche y vamos a pasarlo bien.

El chófer abrió una de las puertas traseras y las prostitutas empezaron a subir a empujones. El interior estaba apenas iluminado por los destellos que se filtraban de la calle a través de las ventanillas y una televisión de plasma que emitía un vídeo musical. Un intenso olor, seguramente a la piel de la tapicería, llenaba el ambiente. Las botellas y las copas se distribuían ordenadamente en un mueble bar en el que no faltaba de nada. El techo, parcialmente acristalado, devolvía el reflejo de sus ocupantes, entre los que destacaba una figura sombría de dos metros de altura vestida con un elegante traje azul oscuro de raya diplomática. Las más de las chicas se abalanzaron sobre los licores y comenzaron a servirse copas frenéticamente. Mientras, aquellas que se encontraban más cerca del cliente se le aproximaron y empezaron a acariciarle con provocación.

−Hola, corazón… ¿Es para ti la fiestecita de esta noche?

El hombre permanecía impasible mientras las prostitutas hablaban a grandes voces, bebían y reían a su alrededor. El coche se puso en marcha y la fiesta comenzó. Un brillo se percibió tras la siniestra sonrisa que se dibujó en el rostro del misterioso cliente. Estiró el brazo izquierdo y atrajo hacia él a la que tenía más cerca. Clavó sus fauces en la arteria subclavia y en apenas unos segundos absorbió la vida de aquella pobre mujer. Cuando acabó, la cabeza colgaba del resto del cuerpo como un pingajo inerte. La empujó sobre el sofá y alargó el brazo hacia la siguiente, que tampoco tuvo tiempo de zafarse de aquel hombre que la miraba con ojos encendidos de algo diferente a la lujuria. La asió con violencia y de una dentellada en la yugular la calló para siempre.

Las demás prostitutas seguían riendo y bebiendo mientras jaleaban a su cliente y a sus compañeras, esperando su turno para magrearse un poco con él. Entonces, una de ellas se percató de lo que estaba pasando y comenzó a chillar. El vampiro se abalanzó sobre ella y le arrancó la cabeza del cuerpo tirando del pelo hacia arriba mientras la sujetaba del hombro con la otra mano. La sangre de la prostituta surtió a presión y salpicó el interior de todo el vehículo en apenas dos segundos. La histeria se apoderó del resto de las chicas, que empezaron a gritar aterrorizadas. Intentaron abrir las puertas, pero el cierre centralizado se lo impedía. Desde dentro podían ver a la gente caminando por el Paseo de la Castellana mientras el vampiro chupaba vorazmente el tronco descabezado de la tercera de sus víctimas y masticaba con gula enormes trozos de carne, impávido ante los sollozos de las prostitutas.

Las mujeres golpearon las lunas con todo lo que tenían a su alcance y entre lágrimas suplicaron al chófer que abriera las puertas, pero este se limitó a subir el volumen de la televisión y a circular por el carril de en medio sin llamar la atención. Una de ellas sacó una navaja y atacó a la bestia, pero esta le arrancó el brazo de cuajo tirando de él hacia sí y la mordió en el costado izquierdo hasta que extrajo el corazón entre sus fauces como un trofeo y lo masticó ante el histerismo descontrolado de todas las demás. Con dos manotazos acompasados, aplastó los cráneos de otras dos de las prostitutas entre sí y succionó la sangre que manaba a borbotones a través de la masa encefálica, mientras hurgaba en sus cuerpos con las manos en busca de sus corazones. Otra de las prostitutas lo intentó atacar con un espray de pimienta, pero el vampiro la mordió en el abdomen, dejando a la vista las vísceras sanguinolentas de la prostituta. Las que quedaban con vida le suplicaron entre sollozos que no las matara, pero el vampiro acabó con todas ellas, una detrás de otra, para deleite suyo.

 

Cuando cesó el forcejeo en la parte trasera de la limusina, Ginés supo que la bestia había terminado de alimentarse. La noche estaba tranquila en las afueras de Madrid. Cientos de ciudadanos abandonaban la ciudad por la A6 a bordo de sus coches tras una intensa jornada de trabajo, igual que él. En los asientos traseros había ocurrido una auténtica carnicería, lo sabía, pero le tranquilizaba saber que todo ello había sucedido por una buena causa. Al día siguiente tendría que pedir a gente de su confianza que limpiara a conciencia el vehículo, pero eso no le preocupaba. En cambio, disfrutaba pensando en que nadie se imaginaba que un acontecimiento inesperado estaba a punto de cambiar la historia de aquella ciudad y de aquel país. Nadie, a excepción de un grupo de privilegiados, sabía que el Gran Día, por fin, había llegado. Y él, uno de aquellos privilegiados, iba a contribuir en gran manera a aquel espectáculo. Apretó el acelerador y, recreándose en estos pensamientos, dirigió el coche de vuelta al Valle de los Caídos.

Deja un comentario